domingo, 28 de septiembre de 2008

Día 22

Una de las jefas de proyectos, porque aquí todos somos jefe de proyectos, me tiene que entregar información importante. Es campeón mundial para no cumplir lo que promete. Cada vez una excusa diferente. Este mes se mostró despectiva y no encontró nada mejor que inventar que todo este mes estaría ocupada, que no le hablara hasta después del día 22. ¿Pero por qué? Pregunté yo, pensando lo exagerada para aplazar el compromiso. Es que el día 10 tengo que entregar esto, y el 12 esto otro, después el 15 los anticipos, luego el 22 el informe mensual, así que después de ese día hablamos. Muy bien, dije, pero esta vez le advertí que no se saldría con la suya. Por ahí por el 15 le hablé y no con buenas palabras me recordó que el 22. Era en serio.

Llegó ese día lunes 22 la llamé y su teléfono estaba ocupado. Dejé recado. Me pasee delante de ella y nada. Luego el martes y así. Nada. Una mujer cara dura. Llegó la reunión de directorio del viernes y me preparé. Cuando llegó mi turno me puse de pie, todos expectante porque advertí mi situación y el porque del atraso. Tome mi hoja manuscrita y comencé: “Esos días 22 que nacieron para dividirme el mes en dos. Desesperado espero con ansias ese día. Fija un antes y un después. Antes del 22 y después del 22. ¿Cuando llegará? Miro el calendario y me hace morisqueta. Tres días. Dos días. Maldigo. Es una eternidad. El calendario que tantas veces fue mi principal aliado, hoy es mi peor enemigo. ¿Quién habrá inventado ese maldito día 22? No es día de pago. Tampoco es el día que llega el buque, dichosa la esposa del marinero, o el día que bajan los mineros, a tocar mujeres con manos llenas de polvitos de oro. Tampoco es el día de inicio de vacaciones, esperando con los bolsos listos, el auto mecánicamente a punto, con agua en el radiador y los CD de música en la guantera. Alucinando ¿Y si rompo el calendario? Solo bastaría con sacar la hoja del mes. Pero no puedo. Qué culpan tienen los otros días. El 15 por ejemplo. Que amaneció con un lindo sol recordándome el día en que mi vecino, que quizá que intenciones tenía con mi mamá, me regaló un cuaderno, aunque usado tenía más de la mitad de las hojas libres. Y pude así escribir ahí mi primer cuento. Era un cuento que no mencionaba el calendario. Que feliz era en ese entonces. No sabía de días de visita ni de pago. Si alguien me hubiera dicho: escribe sobre el día 22, habría sido un Jesús para mí. En vez de escribir sobre la naturaleza o quizá que disparate, habría escrito sobre la importancia del día 22, y hoy sería un hombre totalmente distinto, renovado, preparado totalmente para la dureza que ya adulto viviría. Afrontaría con entereza lo que hoy me resulta tedioso. Hay dios, hay Edipo, Otero, Mostesco y la cacha de la espada, que historia de amor se escriben. Será esta la primera, no, y creo que tampoco será la última historia. Hablaré con mi hijo y junto con enseñarle las trivialidades de la vida, le enseñaré sobre el día 22. Dos números que caminan juntos como una marcha fúnebre. Así se cumplen lo plazos. No hay plazo que no se cumpla y deuda que no se pague. Viva el 22. Viva.”

He dicho, muchas gracias.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Necesito Vacaciones

Vacaciones. Necesito vacaciones. Desde mi oficina me entretengo mirando el edificio del otro lado de la calle. Me recuerda la película La Ventana Indiscreta. Cada una de las oficinas es un mundo distinto. Se divisan abogados, consultas médicas, oficinas de contabilidades y otras donde vive gente. Tengo un prismático (larga vista) que me permite introducirme en sus espacios. Lo digo con mucha seriedad, como si estuviera describiendo un museo o el mismísimo Palacio Causiño, pero la realidad es muy diferente. Hay una consulta ginecológica donde el doctor descuidadamente deja las persianas con un poco de luz. Cuando ya es de noche se preocupa de cerrarlas bien, pero de día sólo la baja dejando las rejillas entreabiertas. A simple vista no se ve nada pero con mis larga vistas se ve todo. Me entretengo desde que las damiselas esperan en la recepción con sus faldas un poco largas. Desduzco que van sin nada debajo. Luego pasan a la consulta donde las atiende el doctor. Conversan un rato con el escritorio de por medio. Luego las invita a pasar atrás del biombo a prepararse mientras él se coloca sus guantes. Ni medio segundo se demoran en sacarse los calzones. Y las de faldas pasan por el biombo pero no se sacan nada. Obvio, van sin nada. Solitas se tienden en la camilla y solitas se suben la falda. Otras se las sacan para no arrugarla. El doctor primero se hace el tierno y se instala a un costado. Les sonríe, ellas entregadas también sonríen, se mueven las manos de ambos, seguramente ella le indica sus molestias y el doctor toca el abdomen, el bajo vientre, los senos. Luego se acomoda e introduce sus dedos, buscando el punto G, supongo. Conversan otro poco. No escucho nada pero leo los labios. ¿Y aquí duele? No, ahí no, tampoco, ahí si. cooperando en la búsqueda. Luego el doctor se instala entre las piernas, con sus pies arrastra el piso, sin tocar nada, ya que está con guantes quirúrgicos, se sienta a boca de lobo y comienza a escruñidar. Tanto cuidado y precauciones y pensar que quizás que pelafustán mete ahí sus dedos cochinos. Las piernas están levantadas. Que cuadro. Llevo mis estadísticas: el doctor se demora más con las mujeres jóvenes y buenas mozas. Terminan y siguen sonriéndose. Que vínculos aquellos. La mujer satisfecha, digo atendida se despide, se viste y se retira. Inmediatamente después aparece el doctor en la recepción y le pregunta a su secretaria, -yo solo leo los labios- ¿Pagó en efectivo? - Si - Entonces, por favor, vaya de inmediato a pagar los gastos comunes que nos van a cortar el agua. Que singular. La exibición y tocación de sus partes íntimas sirven para pagar alguna cuenta. En fin. Las veo salir del edificio. Las sigo con la vista largo rato, vitrinean, caminan lento, entran y salen de los negocios, como contentas. Veo otras ventanas. Es curioso, en los departamentos donde vive gente, los moradores aparecen como a las siete de la tarde, se duchan, se cambian ropa y vuelven a salir. En cambio en las oficinas, llegan temprano y están todo el día. La mayoría son secretarias, algunas doctoras, sin pausa se asoman cada cierto tiempo a mirar por la ventana. Algunas se quedan largo rato mirando hacia la calle, taciturnas, tristes, asimilando quizás que tragedia, otras hiper ventiladas se asoman, miran el entorno y siguen trabajando. Con el tiempo las tengo a todas identificadas. Conozco sus recorridos habituales. Sus horas de llegada, sus hábitos de mediodía y su hora de salida. Amén de todos los movimientos diarios. La chica del sexto piso, yo estoy en el tercero, se ve bien simpática. Es técnico dental y se luce con su delantal blanco enseñando a los pacientes como se deben lavar los dientes. Con un tremendo cepillo, bien didáctico, lo mueve de arriba hacia abajo y viceversa. En la mañana le da el sol así que en los ratos libres se sienta en el borde de la ventana a leer. Cuando el sol le daba de lleno, usa el borde de la ventana de respaldo y se broncea. - No se vaya a caer – Le decía mirando con el larga vista, ya que así la tenía a medio metro. Su compañera de consulta se acercaba y las dos se asomaban a la ventana haciendo señas a alguien del edificio mío. Miraban al frente, quizás al mismo sexto piso. “Que a que hora sales, que ahora, que bajes. Etc.” No entendía nada. Y parece que entre ellos tampoco, porque empezó a hacerle señas para que la llamen por teléfono. Le mostraba los dedos, nueve, cinco, tres, #####. Lo anoté. Ella tomó el teléfono y esperaba el llamado. Marqué. Si, le decía a su interlocutor moviendo su cabeza, está sonando. Se llevó el teléfono al oído y escuché. - Aló. Hola. - Hola respondí, con mi voz ronca. Cortante. - Te preguntaba a qué hora vas a bajar, para almorzar juntos. – me dijo, y yo respondía. ¿Y dónde quieres ir? - Ha pesado, donde mismo - Y parece que justo en ese instante vio a su par que le hacía señas que no estaba hablando. – ¿Quién es? – preguntó de golpe. Yo corté. Ya sabía su número así que esperaría a que esté mas tranquila para llamarla. Tomé de nuevo los larga vistas y seguí contemplándola. No supuse que era tan astuta. De inmediato advirtió que algo raro sucedía y mirando recorrió todas las ventanas hasta que pasó por la mía. Con los larga vista pude advertir que sus ojos daban de lleno en mi ventana. Ella seguramente veía sólo una silueta, pero yo tenía su rostro en la mira. Solté los larga vista. Indicó mi ventana a su amiga y se entraron, quizás molestas. Contemplé como atendía a otros pacientes y también noté como a cada rato miraba mi ventana. Yo permanecí ahí en mi escritorio frente al computador. Escribiendo. Seguramente ella no me veía. De vez en cuando tomaba los prismáticos y la contemplaba más de cerca. Miraba al paciente, le sonreía, le daba instrucciones y cuando éste se concentraba en lo suyo, ella de reojo miraba hacia mi ventana, sin que su gesto así lo delatara, como si siguiera en lo suyo. Que buenos son estos prismático. Incluso caben en el bolsillo. De vez en cuando me asomaba a la ventana, para darle a entender mí interés. Nos cruzamos la vista por unos segundos y seguíamos cada uno en lo suyo. Como era de esperar quedó sin paciente y se asomó a la ventana. Yo hice lo mismo. Relajado tomé los prismáticos y la contemplé con más detalle. El sol daba de lleno en su rostro y su pelo castaño brillaba. Ella miraba y no miraba, mientras se acomodaba los aros, el cuello de su camisa, el pelo. Como yo notaba la dirección de sus ojos, cada vez que ella me miraba, yo le hacía una pequeña seña con la mano izquierda. De inmediato miraba para otro lado. Y de a poco iba doblando la vista y cuando nuevamente me miraba, yo le hacía señas. Así estuvimos largo rato, jugando al gato y al ratón, pero sucumbió y en una de las miradas esbozó una sonrisa, apreciable sólo con los largavistas. Respiré hondo. Es el momento de llamarla. Tomé el celular, marqué el número y me lo llevé al oído. Ella tenía el celular en su bolsillo, lo sacó, miró el visor y se lo llevó al oído. Estábamos esta vez comunicados y al mismo tiempo la estaba viendo. Hola, - Hola - dijo, Ahora puedes hablar, dije sin preámbulos. – Si - Su voz sonaba alegre y sonreía, pues la estaba viendo. ¿Te preguntaba dónde quieres ir a almorzar? – No. hoy no puedo, tengo otro compromiso – Si, tiene razón, pensaba, es muy pronto, el jugueteo por la ventana era más entretenido. – Te corto, viene un paciente. Chao. – Se fue. Satisfecho me senté en el escritorio pensando lo entretenido que es salir de caza, mientras silbaba la mítica canción de los años ochenta “y va a caer, y va caer”.