domingo, 21 de junio de 2009

Día del padre

Es el día del padre. ¿Qué escribo? No hay nada más inútil que el día del padre. Un invento comercial, nada más. Si lo que menos espero es que me regalen algo. Además se genera un montaje, porque el almuerzo en casa, asado y hasta la torta lo financio. Hasta el día de la madre uno termina saludando y regalando a la esposa, con la excusa que es la madre de los hijos. Si ni siquiera di a luz a mis hijos, ¿Cuál es la gracia entonces? Soy de la generación cuando la mujer podía mentir diciéndole que era el padre. Hoy existe el ADN. Mis dos hijas son espejo de su madre. Gotas de agua. Cuando niñas disfruté de ellas al máximo. Bañándolas y mudándolas, preparándoles su leche y meciéndolas para su profundo sueño. Luego peinándolas como muñecas de porcelanas, cantándoles, - Aló - quién es - soy yo - que vienes a buscar - a ti. Ellas formaban un trío unicelular y difícilmente podía contra ellas. Sólo las disfrutaba. A los veinticinco años, aun joven y chascón, irresponsable e irreverente, me sentaba con una hija en cada pierna, vestidas iguales. Nunca esperé que alguien me felicitara, simplemente cuando brindaba no lo hacía ni por dios ni por la patria sino que por mis hijas, agradecido por estar junto a ellas. Eran las más bellas del barrio. Cuando hablar de belleza era hablar de la mujer en general y de mis hijas en particular. Hasta que nació mi hijo diez años después. Nunca lo esperé. Ahí la casa se volcó hacia el conchito. Ahora era él el hombre de la casa. Su madre lo llamaba mi héroe, mi príncipe, mi cielo, mi campeón, mi esperanza, mi vida, mi respiro, mi razón de ser, y millones de cosas mas embriagada por su hijo. Recuerdo que los domingos, con apenas cinco o seis años, se metía muy temprano en nuestra cama. Su madre dale con preguntarle a quien quería mas, si a la mamá o al papá. Mi hijo no le contestaba. Que presión para él. Así que un día, a solas le dije: Cuando tú madre empiece con la tontera: ¿a quién quieres mas? Dile: a ti mamá, sólo a ti, a mi papa menos, es muy pesado. Ese será nuestro secreto. Así que los años siguientes, cada vez que su madre le preguntaba a quien quería mas, él respondía muy seguro de si mismo: a ti mamá, sólo a ti, tú eres todo para mí, sin ti sería nada, y su madre, al borde de las lagrimas lo abrazaba, lo acariciaba, plena ella. Mi hijo me miraba por sobre su hombro y me cerraba un ojito, mientras con su mano me dibujaba un cerito. Misión cumplida. Que fácil es ser papá.

sábado, 6 de junio de 2009

La fotografía

Cuando me deprimo mas de la cuenta, recurro a un pasatiempo poco común, tan simple y barato como mirar fotografías y recordar en que estábamos en ese momento, en que lugar, identificar las personas, en que trabajaba en ese entonces, que día era, etc.

Las fotos en blanco y negro siempre están escondidas. Uno no sabe que las tiene hasta que de pronto aparecen y produce risa. Cada persona tiene su propio recuerdo de la niñez.
En eso estaba cuando una foto llamó mi atención y sentí escalofríos. De inmediato reconocí el entorno, las personas, la época. Ahí estaban mi abuelo y su segunda mujer, sus hijos, o sea mis tíos, mis padres, y una docena de primos. Las tías sentadas en un sofá, los hombres atrás de pie y los niños sentados en el suelo. Ellos vestían corbata, se veían aun sobrios. No estaban posando, como es típico en estas fotos antiguas, sino que se miraban con risas y gestos extraños. Es probable que circulara una broma de grueso calibre, Recuerdo que entre las tías en vez de sus nombres se dirigían como prima, comadre, hermana. Por lo mismo, no recuerdo como se llamaban. Algunas para reírse se tapaban la boca, porque más de algún diente les faltaba. Mi padre lucía delgado. Mucho más bajo y moreno que el resto. Mi padre ahora me llega al hombro. De tez oscura, feo bigote y crespo. Mi madre joven, de risa amplia y fácil, considerando que ella le cargaba ir a la casa de mi abuelo, allá en Barrancas, por San Pablo al final. Casi cerca del aeropuerto. Para estas fiestas nos quedábamos toda la noche y por ende tenían licencia para emborracharse hasta quedar botados en los sillones. La música eran rancheras y cuecas. Era un ambiente campestre. Las calles eran todas de tierra, casi como sal, así la veía yo, y los vecinos también eran todos de ambiente campesino, también llegaban a la casa. No sentí nostalgia cuando vi la foto. No son gratos los recuerdos que tengo de las visitas a la casa de mi abuelo. En realidad no tengo gratos recuerdo de mi niñez en general. Frecuentemente mi padre me tomaba del pelo o de las orejas y procedía a darme golpes y patadas. Con orgullo les decía al resto que jamás me pegaba en la cara, sino que siempre en las piernas. Desde muy pequeño pude advertir que mi padre me pegaba sin razón alguna. Porque no me sentaba bien o no me comía toda la comida, si hablaba en la mesa, si me paraba antes o me sentaba primero, si pedía bebida, siempre respondía con golpes. Yo, con mis cinco años, veía como los otros padres le decían a sus hijos si, o no, o cuidado, o cómete toda la comida, o no vayas, o quédate aquí,. Eso mismo me decía mi padre pero lo hacía con golpes. Mi madre cooperaba con su actitud pasiva. A veces yo le pedía permiso a ella para algo, o le contaba algo, que no supiera mi padre, pero ella se encargaba de comunicárselo, resultado: más golpes. Mi madre en ese aspecto, nunca gozó de mi confianza. Jamás le comenté algo. Nunca la vi como protectora.
A los cinco años perdí la confianza de mis padres, terrible. Cuando él estaba en casa permanecía inmóvil, a la vista de él. No sabía cuando me podía llegar una patada. Si me cruzaba frente a la televisión, si me quedaba dormido en el sillón, si tocaban la puerta y yo me paraba abrir, o si no me paraba a abrir, si no hacía las tareas, si las hacía en la noche. En las mañanas no me despertaba, simplemente me botaba de la cama aun dormido. Una incertidumbre tormentosa. Además era sádico. Porque estando de visita me advertía que en casa me la iba a dar. En efecto, llegábamos a casa, y no de inmediato sino que al rato sacaba la tabla del ropero que ocupaba para estos menesteres y caminaba hacia mí. Yo lo esperaba estoico, porque si alguna vez arranqué, de mas está decir cómo se aseguró que nunca mas lo haría. Me agarraba del pelo o de un brazo y procedía a darme tablazos en las piernas. Gritos ahogados en medio de llantos que mas parecían bramidos de oveja degollada, no acababa hasta que se cansaba o la tabla se quebraba. Quedaba adolorido en el suelo ya sin llorar hasta dormirme. Obviamente después no podía quejarme ni cojear. Mudo tenía que enfrentar lo cotidiano. En la casa vivía también mi abuela, madre de mi madre, el hermano menor de mi madre, aun en el liceo, y dos primos. Las palizas me las daba delante de ellos, y con el tiempo pude comprobar que la intensidad y la estupidez del castigo era proporcional a las personas presentes.
Desde pequeño pude advertir que ninguno de los presentes me defendió. No esperaba eso de los vecinos o sus compañeros de trabajo, porque en cada lugar que estábamos, se encargaba de pegarme delante de todos, pero si lo esperaba de los cercanos, mi abuela, mis tíos, los hermanos de mi padre, los hermanos de mi madre o mi propia madre, nada. Al contrario. Ellos también se sumaban a las amenazas "ha, ahora si te la van a dar". Recuerdo cosas tan insólitas y violentas como esa vez, sentados todos en la mesa, se me ocurrió decir que los tallarines no me gustaban. Mi padre tomó el plato y me lo puso de sombrero. La salsa y los tallarines, aun calientes, chorreaban por mi cara y mi ropa mientras yo observaba como todos, sin excepción, reían hasta la exageración. Otra vez mientras mi padre tocaba guitarra, yo hablé a uno de mis primos o no recuerdo bien si solo me paré de mi asiento, sin darme cuenta recibí un guitarrazo en la cabeza que me dejó semi aturdido en un sillón mientras todos rodearon a mi padre preocupados de ver si la guitarra lucía una trizadura.
También hubo visitas periódicas a valdivia donde las hermanas de mi padre. Cuatro tías, sus maridos y una incalculable cantidad de primos. La política de las palizas públicas era una constante. En la mesa, delante de todos me sacaba y me llevaba al pasillo o al patio, y la misma ceremonia. A cada tía lejana o amigas de mis tías que me encontraba simpático él se encargaba de repetir, cómo un discurso aprendido, que no era lo que parecía, era un flojo, vago, cochino porque que mojaba la cama.
No solo pude comprobar que ninguno de mis tíos o tías me defendió sino que cada uno de ellos, diría que sin excepción, tomaban ventajas y también procedían con agresiones. Yo era el de los mandados, yo me tenía que comer toda la comida sin pararme de la mesa, yo me quedaba sin postre y a veces recibía palmadas, sobre todos de mis tíos, que no eran los tíos, eran los esposos de las tías.

El maltrato duro hasta los trece años. Después se redujo solo a violencia sicológica. Uf. Realmente un alivio.
Con los años entendí que los familiares de mi madre y los de mi padre tenían que ser condescendiente con él. Tenían que justificar las palizas, el maltrato, porque el financiaba los asados, los cumpleaños, el pagó la universidad a algunos de mis primos, funerales, operaciones. Algunos viajaban a Santiago y el pagaba los viajes de vuelta. El prestaba su auto para movilizarse, el prestaba los cheques, el todo, por lo tanto cualquiera de los beneficiados opinaba que yo era terrible y merecía dichos castigos. A veces de familiares que ni conocía.

Tuve la mala idea de meterme en un negocio con él. Pusimos ambos dinero, pero el se apoderó de todo, mintiendo que yo no había puesto nada. Convenció a todo el mundo, primero a los familiares, después al contador, a los empleados, incluso a mi ejecutivo de cuenta en el banco que yo lo estafé. Su argumento para quedarse con todo era que yo joven tendría tiempo para ganar lo mismo de nuevo. El negocio se vendió y perdí todo, quedando con pésimos antecedentes comerciales y con una pérdida descomunal.
Seguí solo. Me fui a vivir lejos. Pero no bastó. Cuando los visito, ahora de viejo, sigo escuchando comentarios negativos. Por ellos yo viviera allegado en una casa, sin muebles, viviendo en barrios populares, los hijos que no asistan a la universidad y vistiendo ropa regalada. Tal cual como vivían mis primos o mi hermana y él si los ayudaba, con una caja de mercadería semanal, dinero para comprar o arreglar sus casas, plata para el bolsillo y financiando todas las fiestas, cumpleaños, veraneos.
Al tener la foto en mis manos, diviso un niño abajo. Junto a los otros primos. Identifico a mi hermana, crespa, gordita y hay un niño al lado que contrasta al resto, pelo liso, castaño, de cara fina, labios delgados. Pasaron cinco segundos sin reconocerme. Era yo. Indefenso como cualquier niño. De inmediato pensé: ¿Porque mi padre se ensañó conmigo? Si ese niño no le hacía daño a nadie. ¿Por qué, al revés de protegerme, me agredieron durante tanto tiempo?

Yo aprendí a leer a los cuatro años, a esa edad aprendí a sumar y restar, leía diarios, revistas y veía las películas completas y por cierto las entendía, leía libros y sabía quien era presidente, sabía los recorrido de los buses y me ubicaba en las calles, sabía el nombre de los lagos y los volcanes, los precios de las cosas, las marcas, jugaba y siempre ganaba (mi padre me obligaba a perder), sabía nadar y andar en bicicleta, usaba tenedor y cuchillo para comer y no hacía sonar la sopa. Nunca rompí una loza, nunca quebré un juguete, nunca fui insolente, nunca perdí plata en los mandados, nunca me llevaron al hospital, nunca una molestia, me las valía absolutamente solo, ¿por qué, entonces, para mi familia era imposible?

Mi padre me pegaba porque era distinto, yo jugaba ajedrez y escuchaba a The beatles. Leía: por lo tanto era un vago. Mi actitud ganadora en una familia chata y perdedora me sepultó, jugó en mi contra. Por eso aprobaban de cierta manera los castigos. Hace 20 años que no me he cruzado con ningún familiar.