sábado, 26 de diciembre de 2009

Que vergüenza

La noche de año nuevo me lleva a recordar sino la peor y bochornosa vergüenza que me ha tocado vivir.
A pocos días de haber llegado a nuestra nueva casa, con apenas dieciocho años, y mientras lavaba con esponja y jabón el auto estacionado en el antejardín de la casa, la vi pasar en reiteradas ocasiones. Inmediatamente reparé en ella. Su figura y su porte me generaban esa sensación de contemplar, sin duda, algo inusual. Bastaron pocos cruces de miradas y ya me parecía conocerla de años. Pero lo mejor vino en la tarde. Sonó el timbre y vi a una de mis vecinas que me hacía señas. Una vez que abrí la reja y salí a la vereda observé que a su lado estaba Teresa, la niña que no se cansó de pasar en la mañana por el costado de mi reja. El motivo de la visita era que se estaba consiguiendo un compás. Necesitaba terminar un trabajo este fin de semana y su compás se le rompió. Por supuesto. Disponía del mejor compás existente en el mercado, lo había comprado al principio de año para el curso de Geometría Descriptiva así que estaba todavía con el olor a nuevo. Sin embargo, no era el compás lo que quería. Proponía coquetamente que yo le hiciera la tarea. Ya en el campus San Joaquín de la Universidad Católica había aprendido a detectar y rechazar dichas prácticas que al ritmo de las caderas uno termina haciéndoles la tarea completa.
Si las cosas estaban así de directas, pregunté cual era su panorama para esta noche, agregando que para qué perder más tiempos en conversaciones tan protocolares y rápidamente acordamos que ya entrada la noche nos juntaríamos a conversar más tranquilamente. La vecina y amiga en común se deleitaba con tantas insinuaciones y coqueteos descarados, así que para prevenir que ella aprendiese, más que mal encontraba que correspondía un derecho de autor, que se la cobraría posteriormente, quedamos hasta ahí.
Fuimos a bailar y creímos iniciar un romance. Sin embargo con el tiempo pocas veces la vi. Los estudios me mantuvieron alerta y esporádicamente cuando la veía pasar conversaba un rato con ella y sólo a veces salíamos en la noche. La verdad que siempre fue indecisa, contradictoria, a veces ella me recriminaba mi falta de entusiasmo y otras veces se mostraba distante.
Pasó el año y nunca la entendí. Tan cerca a veces y tan distante otras. Así llegó la noche de año nuevo y fui invitado por terceros a una fiesta que se realizaría en casa de la mismísima Teresa después de los abrazos.
Fui. La fiesta estaba que ardía. Había preocupación en los detalles, luces locas de colores, un personaje a cargo de la música, si hasta humo que se teñía con las luces salía desde un rincón. Al principio todos bailábamos con una botella de champagne en la mano, gorros y serpentinas. Con la música estridente, nadie hablaba con nadie y gritábamos al ritmo de la música. Teresa, como dueña de casa, pasaba para allá y para acá. En algunas pasadas me convidaba un trago, me daba besos, me abrazaba, “que bueno que viniste” y otras veces distante, apenas un apretón de manos. Escurridiza.
Ya tipo cinco de la mañana estaba tan mareado que veía todo doble. Me parecía que ya estaba perdiendo la razón porque Teresa me decía ya vuelvo y aparecía por el otro lado del pasillo. Después conversaba con sus amigas y aparecía bailando en medio de la pista. A la hora de la música lenta decidí acercarme medio mareado y aclarar si éramos pareja o qué. Mas aun, apenas se cruzó la tomé de la mano y en medio de protestas la saqué al patio. A tirones cruzamos hasta el fondo y ya con la seguridad que estábamos solos comencé a besarla. Pero aun así no respondía plenamente a mis besos. La miré a los ojos y dije, muy calmadamente, fingiendo que no estaba ebrio ¿Teresa, qué significa esto? No soy Teresa, me dijo, Soy Angélica, su hermana gemela. Vestimos iguales. No puede ser. Quedé de una pieza, anonadado y avergonzado. Pero ella fue más astuta y lo tomó con mucho humor. No dio pie a que me disculpara ni nada de eso. - Que horror, toda la noche equivocado tomándote a ti pensando que eras Teresa - Es mas, me dijo, durante estos meses varias veces me interceptaste y me hablaste. Muchas veces me besaste a la fuerza. ¿Y porque no me dijiste? le increpé. No, porque a mi no me afecta. Mientras ella no sepa. Además yo te pedí el compás. No, es mentira, esa fue Teresa. Pero si una vez hasta salimos con tú amigo Pedro y su pareja y ni cuenta te diste.
Que va a pasar ahora. Debo enojarme o que. Nos quedamos en silencio. No hagas nada, me dijo y yo no diré nada. Ahora si nos besamos.
Pude notar que Angélica era distinta a Teresa.
Los detalles: Continuará.

martes, 8 de diciembre de 2009

Lo cuento o no lo cuento


Cansado de ir y venir me disponía bajar al metro Tobalaba cuando divise entre la multitud una niña espectacular. Pocas veces uno se encuentra con algo tan especial. La vista de todos los concurrentes, tanto varones como damas, y principalmente las jóvenes detenían su vista en dicha belleza. Ella lucía indiferente, pero no tanto, porque se sabía observada. Yo me detuve frente a los titulares del vespertino  La Segunda, y de reojo contemplaba ese monumento a la belleza. Ella no miraba a nadie, siempre miraba al infinito. Daba la impresión que esperaba a alguien, pero ese alguien no llegaba. A veces miraba hacia un lado, y suavemente, sin movimientos bruscos, miraba hacia al otro lado. A veces hacía un recorrido por las personas alrededor, pero no detenía su vista en nadie. Su ropa totalmente ceñida a su cuerpo. Obviamente no le sobraba ni le faltaba nada. Yo fascinado. Mi imaginación empezó a vagar. ¿Qué  hacía allí? ¿Me estará esperando? Y si me estuviese esperando: ¿Dónde la llevaría? ¿Qué le hablaría a una niña de no mas de 25 años?  ¿Qué haría con ella? De pronto, esa casualidad: ella pasó su vista por mí y se detuvo. Sentí esa sensación juvenil, que hacía mucho tiempo no sentía: que el mundo me pertenecía y que era el hombre más atractivo del planeta. Que ella no se resistiría y caería a mis pies. Pero solo fue un segundo. Volvió la mirada hacia los lados. Pero yo ya era un ser distinto. Me había mirado. Sabía que yo existía. Ya los bocinazos no se sentían, el grito del tipo del periódico  tampoco, el bullicio se enmudeció. La melodía de LoveStory se sentía de fondo. La miraba enternecidamente. Sabía que mi mirada la sentiría y terminaría rindiéndose a mis pies. Este último pensamiento lo había leído en alguna parte. Ya no me importaba que la gente pasase a mi lado, no disimulaba, la miraba fijamente. De pronto, otra vez su vista se detuvo en mi, ya no recorriendo y desprevenida, sino que directamente. No lo creía. Eso de la mirada fija, resulta, pensaba. Fue un segundo, no mas, pero no pude contenerme y miré hacia otro lado. Carecía de la fuerza suficiente para sostener la mirada. La volví a mirar. Ella ya había girado. Con paciencia y seguridad esperé a que ocurriese nuevamente. En efecto, realizó un nuevo recorrido con su mirada y se fijó en mí. Ya era hora. Me acercaría y le hablaría. Avancé un paso. Su belleza se perfeccionaba. Quería resistirme a que sus miradas fueron producto de una coincidencia. No podía ser de otra forma, como dice mi amigo: “las mujeres se derriten por mi, es tan solo un problema de propuesta”. Yo por mi cuenta pocas veces lo había intentado. Avancé otro paso. Ya no me mira pero presiente que avanzo hacia ella. Otro paso. Me mira nuevamente, esta vez dos o tres segundos, logro ver sus ojos, de color claro, noto a su vez que es mas alta, es por los tacos, me consuelo, pero es alta. Sus ojos son cristalinos y reflejan los avisos luminosos del fondo. Los contemplo, de una belleza extraordinaria y singular, y para mi, muy difícil de describir. Ya estaba a un par de metros. Esperaba una sonrisa que aprobara mi acercamiento, así es más fácil. Opté por detenerme a un metro. Ya no era yo el que mantenía fijos los ojos, sino que ella también los mantenía. Como un juego.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Duelo

El 12 de octubre pasado, fin de semana largo, estaba enterrando a mi padre. Estuvo hospitalizado toda esa semana, pero me avisaron cuando ya estaba dentro del cajón. No pude verlo por última vez. No lo veía desde febrero.
Nadie se tomó la molestia de avisarme. Ni mi madre, mi hermana, mis primos, y algunas tías que por casualidad estaban en Stgo. Todos los visitaron en el hospital.
Ya no está. Siento una pena inmensa, porque creo que él no fue feliz.
Si tenía que pedirle perdón, ya no lo hice, si tenía cosas que decirme, no le di oportunidad.
Si sentía que me alejaba para no sufrir, ya no es necesario. Fuimos dos personas errantes. Equivocadas.
Yo no se que corresponde ahora.
Esperaré un tiempo y escribiré sobre mi vida. Donde mi padre tuvo un rol importante.
Estoy de duelo.

domingo, 21 de junio de 2009

Día del padre

Es el día del padre. ¿Qué escribo? No hay nada más inútil que el día del padre. Un invento comercial, nada más. Si lo que menos espero es que me regalen algo. Además se genera un montaje, porque el almuerzo en casa, asado y hasta la torta lo financio. Hasta el día de la madre uno termina saludando y regalando a la esposa, con la excusa que es la madre de los hijos. Si ni siquiera di a luz a mis hijos, ¿Cuál es la gracia entonces? Soy de la generación cuando la mujer podía mentir diciéndole que era el padre. Hoy existe el ADN. Mis dos hijas son espejo de su madre. Gotas de agua. Cuando niñas disfruté de ellas al máximo. Bañándolas y mudándolas, preparándoles su leche y meciéndolas para su profundo sueño. Luego peinándolas como muñecas de porcelanas, cantándoles, - Aló - quién es - soy yo - que vienes a buscar - a ti. Ellas formaban un trío unicelular y difícilmente podía contra ellas. Sólo las disfrutaba. A los veinticinco años, aun joven y chascón, irresponsable e irreverente, me sentaba con una hija en cada pierna, vestidas iguales. Nunca esperé que alguien me felicitara, simplemente cuando brindaba no lo hacía ni por dios ni por la patria sino que por mis hijas, agradecido por estar junto a ellas. Eran las más bellas del barrio. Cuando hablar de belleza era hablar de la mujer en general y de mis hijas en particular. Hasta que nació mi hijo diez años después. Nunca lo esperé. Ahí la casa se volcó hacia el conchito. Ahora era él el hombre de la casa. Su madre lo llamaba mi héroe, mi príncipe, mi cielo, mi campeón, mi esperanza, mi vida, mi respiro, mi razón de ser, y millones de cosas mas embriagada por su hijo. Recuerdo que los domingos, con apenas cinco o seis años, se metía muy temprano en nuestra cama. Su madre dale con preguntarle a quien quería mas, si a la mamá o al papá. Mi hijo no le contestaba. Que presión para él. Así que un día, a solas le dije: Cuando tú madre empiece con la tontera: ¿a quién quieres mas? Dile: a ti mamá, sólo a ti, a mi papa menos, es muy pesado. Ese será nuestro secreto. Así que los años siguientes, cada vez que su madre le preguntaba a quien quería mas, él respondía muy seguro de si mismo: a ti mamá, sólo a ti, tú eres todo para mí, sin ti sería nada, y su madre, al borde de las lagrimas lo abrazaba, lo acariciaba, plena ella. Mi hijo me miraba por sobre su hombro y me cerraba un ojito, mientras con su mano me dibujaba un cerito. Misión cumplida. Que fácil es ser papá.

sábado, 6 de junio de 2009

La fotografía

Cuando me deprimo mas de la cuenta, recurro a un pasatiempo poco común, tan simple y barato como mirar fotografías y recordar en que estábamos en ese momento, en que lugar, identificar las personas, en que trabajaba en ese entonces, que día era, etc.

Las fotos en blanco y negro siempre están escondidas. Uno no sabe que las tiene hasta que de pronto aparecen y produce risa. Cada persona tiene su propio recuerdo de la niñez.
En eso estaba cuando una foto llamó mi atención y sentí escalofríos. De inmediato reconocí el entorno, las personas, la época. Ahí estaban mi abuelo y su segunda mujer, sus hijos, o sea mis tíos, mis padres, y una docena de primos. Las tías sentadas en un sofá, los hombres atrás de pie y los niños sentados en el suelo. Ellos vestían corbata, se veían aun sobrios. No estaban posando, como es típico en estas fotos antiguas, sino que se miraban con risas y gestos extraños. Es probable que circulara una broma de grueso calibre, Recuerdo que entre las tías en vez de sus nombres se dirigían como prima, comadre, hermana. Por lo mismo, no recuerdo como se llamaban. Algunas para reírse se tapaban la boca, porque más de algún diente les faltaba. Mi padre lucía delgado. Mucho más bajo y moreno que el resto. Mi padre ahora me llega al hombro. De tez oscura, feo bigote y crespo. Mi madre joven, de risa amplia y fácil, considerando que ella le cargaba ir a la casa de mi abuelo, allá en Barrancas, por San Pablo al final. Casi cerca del aeropuerto. Para estas fiestas nos quedábamos toda la noche y por ende tenían licencia para emborracharse hasta quedar botados en los sillones. La música eran rancheras y cuecas. Era un ambiente campestre. Las calles eran todas de tierra, casi como sal, así la veía yo, y los vecinos también eran todos de ambiente campesino, también llegaban a la casa. No sentí nostalgia cuando vi la foto. No son gratos los recuerdos que tengo de las visitas a la casa de mi abuelo. En realidad no tengo gratos recuerdo de mi niñez en general. Frecuentemente mi padre me tomaba del pelo o de las orejas y procedía a darme golpes y patadas. Con orgullo les decía al resto que jamás me pegaba en la cara, sino que siempre en las piernas. Desde muy pequeño pude advertir que mi padre me pegaba sin razón alguna. Porque no me sentaba bien o no me comía toda la comida, si hablaba en la mesa, si me paraba antes o me sentaba primero, si pedía bebida, siempre respondía con golpes. Yo, con mis cinco años, veía como los otros padres le decían a sus hijos si, o no, o cuidado, o cómete toda la comida, o no vayas, o quédate aquí,. Eso mismo me decía mi padre pero lo hacía con golpes. Mi madre cooperaba con su actitud pasiva. A veces yo le pedía permiso a ella para algo, o le contaba algo, que no supiera mi padre, pero ella se encargaba de comunicárselo, resultado: más golpes. Mi madre en ese aspecto, nunca gozó de mi confianza. Jamás le comenté algo. Nunca la vi como protectora.
A los cinco años perdí la confianza de mis padres, terrible. Cuando él estaba en casa permanecía inmóvil, a la vista de él. No sabía cuando me podía llegar una patada. Si me cruzaba frente a la televisión, si me quedaba dormido en el sillón, si tocaban la puerta y yo me paraba abrir, o si no me paraba a abrir, si no hacía las tareas, si las hacía en la noche. En las mañanas no me despertaba, simplemente me botaba de la cama aun dormido. Una incertidumbre tormentosa. Además era sádico. Porque estando de visita me advertía que en casa me la iba a dar. En efecto, llegábamos a casa, y no de inmediato sino que al rato sacaba la tabla del ropero que ocupaba para estos menesteres y caminaba hacia mí. Yo lo esperaba estoico, porque si alguna vez arranqué, de mas está decir cómo se aseguró que nunca mas lo haría. Me agarraba del pelo o de un brazo y procedía a darme tablazos en las piernas. Gritos ahogados en medio de llantos que mas parecían bramidos de oveja degollada, no acababa hasta que se cansaba o la tabla se quebraba. Quedaba adolorido en el suelo ya sin llorar hasta dormirme. Obviamente después no podía quejarme ni cojear. Mudo tenía que enfrentar lo cotidiano. En la casa vivía también mi abuela, madre de mi madre, el hermano menor de mi madre, aun en el liceo, y dos primos. Las palizas me las daba delante de ellos, y con el tiempo pude comprobar que la intensidad y la estupidez del castigo era proporcional a las personas presentes.
Desde pequeño pude advertir que ninguno de los presentes me defendió. No esperaba eso de los vecinos o sus compañeros de trabajo, porque en cada lugar que estábamos, se encargaba de pegarme delante de todos, pero si lo esperaba de los cercanos, mi abuela, mis tíos, los hermanos de mi padre, los hermanos de mi madre o mi propia madre, nada. Al contrario. Ellos también se sumaban a las amenazas "ha, ahora si te la van a dar". Recuerdo cosas tan insólitas y violentas como esa vez, sentados todos en la mesa, se me ocurrió decir que los tallarines no me gustaban. Mi padre tomó el plato y me lo puso de sombrero. La salsa y los tallarines, aun calientes, chorreaban por mi cara y mi ropa mientras yo observaba como todos, sin excepción, reían hasta la exageración. Otra vez mientras mi padre tocaba guitarra, yo hablé a uno de mis primos o no recuerdo bien si solo me paré de mi asiento, sin darme cuenta recibí un guitarrazo en la cabeza que me dejó semi aturdido en un sillón mientras todos rodearon a mi padre preocupados de ver si la guitarra lucía una trizadura.
También hubo visitas periódicas a valdivia donde las hermanas de mi padre. Cuatro tías, sus maridos y una incalculable cantidad de primos. La política de las palizas públicas era una constante. En la mesa, delante de todos me sacaba y me llevaba al pasillo o al patio, y la misma ceremonia. A cada tía lejana o amigas de mis tías que me encontraba simpático él se encargaba de repetir, cómo un discurso aprendido, que no era lo que parecía, era un flojo, vago, cochino porque que mojaba la cama.
No solo pude comprobar que ninguno de mis tíos o tías me defendió sino que cada uno de ellos, diría que sin excepción, tomaban ventajas y también procedían con agresiones. Yo era el de los mandados, yo me tenía que comer toda la comida sin pararme de la mesa, yo me quedaba sin postre y a veces recibía palmadas, sobre todos de mis tíos, que no eran los tíos, eran los esposos de las tías.

El maltrato duro hasta los trece años. Después se redujo solo a violencia sicológica. Uf. Realmente un alivio.
Con los años entendí que los familiares de mi madre y los de mi padre tenían que ser condescendiente con él. Tenían que justificar las palizas, el maltrato, porque el financiaba los asados, los cumpleaños, el pagó la universidad a algunos de mis primos, funerales, operaciones. Algunos viajaban a Santiago y el pagaba los viajes de vuelta. El prestaba su auto para movilizarse, el prestaba los cheques, el todo, por lo tanto cualquiera de los beneficiados opinaba que yo era terrible y merecía dichos castigos. A veces de familiares que ni conocía.

Tuve la mala idea de meterme en un negocio con él. Pusimos ambos dinero, pero el se apoderó de todo, mintiendo que yo no había puesto nada. Convenció a todo el mundo, primero a los familiares, después al contador, a los empleados, incluso a mi ejecutivo de cuenta en el banco que yo lo estafé. Su argumento para quedarse con todo era que yo joven tendría tiempo para ganar lo mismo de nuevo. El negocio se vendió y perdí todo, quedando con pésimos antecedentes comerciales y con una pérdida descomunal.
Seguí solo. Me fui a vivir lejos. Pero no bastó. Cuando los visito, ahora de viejo, sigo escuchando comentarios negativos. Por ellos yo viviera allegado en una casa, sin muebles, viviendo en barrios populares, los hijos que no asistan a la universidad y vistiendo ropa regalada. Tal cual como vivían mis primos o mi hermana y él si los ayudaba, con una caja de mercadería semanal, dinero para comprar o arreglar sus casas, plata para el bolsillo y financiando todas las fiestas, cumpleaños, veraneos.
Al tener la foto en mis manos, diviso un niño abajo. Junto a los otros primos. Identifico a mi hermana, crespa, gordita y hay un niño al lado que contrasta al resto, pelo liso, castaño, de cara fina, labios delgados. Pasaron cinco segundos sin reconocerme. Era yo. Indefenso como cualquier niño. De inmediato pensé: ¿Porque mi padre se ensañó conmigo? Si ese niño no le hacía daño a nadie. ¿Por qué, al revés de protegerme, me agredieron durante tanto tiempo?

Yo aprendí a leer a los cuatro años, a esa edad aprendí a sumar y restar, leía diarios, revistas y veía las películas completas y por cierto las entendía, leía libros y sabía quien era presidente, sabía los recorrido de los buses y me ubicaba en las calles, sabía el nombre de los lagos y los volcanes, los precios de las cosas, las marcas, jugaba y siempre ganaba (mi padre me obligaba a perder), sabía nadar y andar en bicicleta, usaba tenedor y cuchillo para comer y no hacía sonar la sopa. Nunca rompí una loza, nunca quebré un juguete, nunca fui insolente, nunca perdí plata en los mandados, nunca me llevaron al hospital, nunca una molestia, me las valía absolutamente solo, ¿por qué, entonces, para mi familia era imposible?

Mi padre me pegaba porque era distinto, yo jugaba ajedrez y escuchaba a The beatles. Leía: por lo tanto era un vago. Mi actitud ganadora en una familia chata y perdedora me sepultó, jugó en mi contra. Por eso aprobaban de cierta manera los castigos. Hace 20 años que no me he cruzado con ningún familiar.

sábado, 17 de enero de 2009

Escribir por escribir

Escribir por escribir. Recuerdo cuando tenía recién veintitrés años, haciendo la práctica en una institución pública, la Jefa de Personal me llamó a su oficina. En la empresa era considerada mujer culta y seria. Aunque separada y con una hija pequeña, iba para solterona, decían los torcidos. Cuarenta y tres años. Me increpó por lo tarde que llegaba y que me iba a descontar los minutos de retraso. Le respondí sin contemplación. Luego en mi oficina me arrepentí por el tono empleado, bajé a caminar y compré un chocolate. Nunca falla. Subí a su oficina y sin pasar por su secretaria me instalé frente a su escritorio. Mirándola fijamente a sus ojos me disculpé por mi comportamiento al tiempo que deslizaba suavemente la barra de chocolate sobre su escritorio. A los pocos días ya estaba en su departamento peinándola, poniendo crema en su espalda, hablándole. Todos los días me llamaba por teléfono muy temprano. Le gustaba oír mi voz ronca. Solo me decía háblame, dime algo. Me enseñó que algunas mujeres (yo aprendí que todas) necesitan que las acaricien, que las mimen, que las adulen. Cada vez que estaba con ella, le acariciaba su pelo, sus brazos, su rostro. Ante cualquier gracia acariciaba y besaba su mejilla. Me obligó a escribir un cuento diario y enviárselo en sobre cerrado con el auxiliar, no existían los mail. De profesión pedagoga en Castellano y Licenciada en Sociología. Yo hablaba poco, pero cada dos frases me corregía. Le encantaba como hablaba porque tiraba las frases con bastante lógica pero los verbos los conjugaba como yo quería. Y me corregía. En realidad le encantaba todo lo que hacía. Hacía sonar sus dedos y me tenía a su lado. Soy tu geisha me decía, mientras me zurcía, me pegaba los botones, que ella misma arrancaba, me planchaba la camisa, que ella misma arrugaba. Jugaba con mi barba, me revisaba los oídos, las uñas, los dientes, se admiraba porque yo era un ser silencioso e inodoro. Solo perfume brut. Como buena vegetariana cocinaba platos excéntricos. Yo pasaba al supermercado a comprar una hamburguesa. Con mucha paciencia me la freía. Me tiraba el i-ching y me leía el Tarot. Y yo creía. Le encantaba los puestos de libros usados. Después de la oficina pasábamos y siempre compraba uno. Sus paredes y sus repisas estaban llenas de libros, así que me entretenía sacándolos de su lugar y después nos sentábamos en su sillón de cuero a leer. Leíamos en voz alta. A veces veíamos películas. A veces se dormía en mis brazos, y a veces lloraba a mares.

Fueron 15 meses intensos. Hasta que terminó la practica. Lo que más lamento es no haber guardado copia de los más de trecientos cuentos que le mandé.

martes, 13 de enero de 2009

Cortito. Entro y salgo.

Sufro de stress. Las deudas y las mujeres me tienen loco. Menos mal que ni fumo ni bebo. Todo el mundo habla de crisis y a mi la crisis me llegó ya hace harto tiempo. Aunque a mi me da cada cierto tiempo. Independiente de la cosa económica mundial. Digamos que cada 10 años. Por eso que mi vida la divido en décadas. Y como estoy en los cincuenta calza justo..
Vivo escribiendo proyectos y mi vida es un proyecto. Este último tiempo he visto como las mujeres se estiran la cara para parecer mas joven. Por ejemplo una de sesenta se estira la cara y queda como una de cuarenta y cinco, que es la edad de oro de las mujeres. (Lo digo y lo firmo). Y empieza a hacer cositas de mujer cuarentona. Y yo me pregunto, y porque no las hizo cuando efectivamente tenía los cuarenta. Las mujeres de mi generación están desfasadas. Por eso que se arriman a un joven, porque en su momento no vivieron su fantasía. Entre los quince y los veinte, que es cuando la mujer es gimnasia pura, prefirió estar al lado de la mamá. Luego se casó y se perdió la oportunidad de conocer hombres por docenas. No tiene nada que contar, sólo se los imagina.
Entonces yo. Aprendiendo de ellas, no quiero esperar tener sesenta para empezar hacer cosas de cuarenta. Sino que las comienzo hacer ahora mismo. Como todavía tengo el físico y la energía para meterme en lío y voltearme una mujer de, digamos treinta y cinco, allá voy.